Thursday, June 01, 2006

La Catedral en sus ojos
Moverse supone la esperanza, ir, venir es creer en anhelar un dónde, un cuándo. Bellas Artes, dieciséis horas pm. El tiempo pasado de un encuentro que me negó el acostumbrado recorrido sabatino por las salas de algún museo. Esa vez fue diferente, desde su llamada del día anterior. "Quiero caminar contigo. ¡Vamos al Centro!" exclamó. Elige tú la hora, tiene que ser mañana antes de que oscurezca --continuó--. Me sorprendieron aquellas frases; sus demandas parecían sin sentido: caminar conmigo, ir al Centro, ¡Qué raro!, pero, cuánto la extrañaba, que sin vacilación alguna, acordé el dónde, el cuándo.
Bajé del taxi treinta minutos después de la hora señalada. Tendría que estar enojada por el retraso, pensé mientras me acercaba al Palacio. Marcela salió a mi arribo. Dio un salto pequeño hasta que sus brazos alcanzaron mi cuello. Me besó.
Caminaba, caminábamos. Ella conducía nuestro tránsito por la estrechez de las calles. Esquivábamos entonces, los otros cuerpos, las otras miradas que apuntaban insistentes como decenas de dardos a punto de penetrar sobre nuestra figura siempre unida. Recorrimos en dirección opuesta los señalamientos hasta llegar al sitio que sólo Marcela buscaba: una joyería.
--¡Lo prometí!, tiene que ser oro --dijo. Recordaras aquella ausencia de semanas completas donde mi cuerpo se desgarró más que en cualquier otra cama que en la mía, y no de placer, sino en la postración dolorosa de una fiebre que me consumía lentamente. Lo prometí, sólo él podría salvarme--. La Catedral apareció entoces en la mirada de Marcela; sus ojos se posaron como un par de gotas imantadas sobre la edificación barroca. Mi admiración aumentó cuando ella se acercó al mostrador y señaló el objeto ofrendado: un corazón de oro.
Hasta el último atardecer de septiembre, seríamos las dos quienes llevarían su fe más allá de este transitar mundano.
--sbc

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