Wednesday, June 28, 2006

El juego de la lotería
El nombre de Alberta tarda en llegar pero, cuando llega, Joaquín entrecierra los ojos como si estuviera bajo la luz directa del sol. Son las 10 de la noche. Matilda juega con las imágenes impresas en el papel como si se trataran de una baraja, el juego de la lotería. Corre y se va. Eso es Alberta. La dama de cabello corto y castaño. Una estola sobre los hombros y entre sus labios una boquilla. La campana que observa a lo lejos en la torre de un convento con paredes húmedas y amarillas. La araña que muere bajo la suela de su zapato azul. Las jaras que cruzan su abdomen blanco, plano, como una versión todavía más femenina de san Sebastián. El cántaro que se balancea en su cabeza como si fuera una india del trópico. La pera de sus caderas desnudas sobre una mesa. La mano que cubre su pubis para protegerlo de la mirada ajena. El diablo en sus ojos cafés, hondos, impredecibles. El borracho junto al cual se sienta en una banqueta desconocida. La luna que acaricia su cuerpo mientras éste flota sobre las aguas de un río negro. El sol incandescente de su sexo. El corazón todavía vivo, todavía sangrante, que sostiene sobre las palmas abiertas como si se tratara de un juguete. El valiente que se atreve a seguirla por las calles de Roma sin volver la vista atrás. Su figura, detrás de la cámara, nunca aparace. Joaquín se divierte colocando piedrecillas imaginarias sobre un tablero infinito, no puede ganar. Corre y se va. Se fue.
Están a la orilla de un río y Alberta acaba de decirle que de querer, puede morirse en paz. Sus gestos no son de abandono sino de exasperación. Hay manotazos como mariposas, gritos que rasgan gargantas, oídos.
--Siquieres convertir en un fotógrafo famoso en tu tierra, déjame en paz --murmura con los dientes apretados. Joaquín la está abandonando. Le ha dicho que hay preseas esperándolo, becas, viajes a los Estados Unidos, libros con su nombre impreso en letras garigoleadas, exposiciones. No lo puede echar todo por la borda a causa de una mujer.
--Ni siquiera por ti, Alberta --le dice. Le ha dicho que lo único que necesita para ser feliz es una lente, un cuarto oscuro, los productos químicos que develan imágenes inéditas frente a los ojos del mundo. Le ha dicho que ronca, que en la noche tiene la costumbre de tirar de las sábanas, que nunca llegaría a una cita puntualmente. Le ha dicho que hay un móvil en su vida, grande, unívoco.
--Mandaré por ti --murmura-- . Después.
Y la obrera romana que lo ha guiado por callecitas escondidas, cantinas con olor a vino agrio y atardeceres sin fin, enciende un cerillo y lo coloca bajo la palma de su mano.
--Maldigo el día en que te conocí, Joaquín Buitrago. Maldigo a tu padre y a tu madre, a los hijos que no tendrás, a las mujeres que tengan la mala suerte de domir a tu lado. Maldigo tu casa, las calles por las que camines de noche y de día, los cielos que te nublen la cabeza. Tú nunca triunfarás. Maldigo tus ojos que no saben ver. Esta quemadura te la debo a ti, Joaquín. Esta quemadura te va a doler el resto de tus días.
A un metro de ella, observándola sin atreverse a decir nada, él se concentra en el fluir del agua, el cielo, la noche, el infinito. La llama del cerillo es una luciérnaga en la oscuridad. Joaquín recoge sus botas, su chaqueta, su sombrero y, dándole la espalda, piensa que él no puede dearse consumir por la pasión de una mujer.
*
7 Un método sin puertas. Nadie me verá llorar, CRG.
el título de este fragmento está tomado de sus líneas.
--sbc

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