Wednesday, June 28, 2006

Alberta Mascardelli
En esos días lo que más amé de ella fue su inteligencia, la crueldad de su inteligencia. Si hubiera mandado cartas de amor y súplicas por escrito habría acabado por olvidarla en un par de años, su recuerdo disminuido por la misma intensidad de sus ruegos. Pero lo que ella me mandaba desde Roma eran mis propios ojos. Mis ojos viéndola, espiando sus rincones luminosos. Mis ojos mirando la técnica impecable de su triunfo, la planicie inmensa de mi derrota. Amo su pornografía, la falta absoluta de dulzura, la carencia de misericordia. Ten piedad de nosotros, Alberta, por lo que más quieras. Todas sus fotografías terminan cubiertas de semen dentro de bolsas de papel en una esquina del baúl de latón. Luego, cuando ya me ha acostumbrado a esperalas, las cartas dejan de llegar. Sin aviso. Y entonces, hasta entonces, empiezo a echarla de menos. Oigo su voz, platico con ella, la persigo bajo los puentes romanos en las plazas de la ciudad de México, y cuando me dice adiós, extendiendo el brazo desde lejos, la cicatriz en la palma de la mano parece una bendición: "Esta quemadura te dolerá por el resto de tus días, Alberta. Dios así lo queria".
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Tres veranos muy largos. Un paisaje de lomas, nubes, ríos. Una mujer. Alberta. Roma que había partido su vida en dos: antes y después. Antes Alberta, y después la morfina.
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Soñó con Alberta. Con la apertura milagrosa que era Alberta. Dentro de su sexo había luz; dentro de su boca nacía la luz; dentro de sus ojos moría la luz. Como alguna vez sucedió en Roma, Alberta colocó su propia luminosidad sobre las manos de Joaquín en el sueño.
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--¿Conociste a una mujer llamada Alberta Mascardelli?
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7 Un método sin puertas, Nadie me verá llorar, CRG.
--sbc

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