Monday, May 29, 2006

Así el Amor
Cae una tormenta sobre esta ciudad.
Las nubes corren una tras otra, se persiguen, se alcanzan
como un beso fugaz.
Sus labios son uno y después desaparecen.
Así el amor
Viví con Mar una de las relaciones más apasionadas, quizá una de las más significativas en mi vida erótica. Casi tres meses. Tres meses: de encuentros nocturnos frente a la Cazadora (allá en Reforma). Mirábamos el cielo oscuro, nunca fue azul. De las correrías por los salones vacíos del segundo y tercer piso de la facultad (Filosofía y Letras). De encerrarnos en los baños de los cines (Loreto, cinemanía y ccu). De mirar sus senos desnudos frente a los espejos... De probar el sabor del Venom, el tatuaje en su nalga derecha. De sus puntuales llamadas telefónicas justo al amancecer. De los besos y abrazos exhibicionistas frente a sus amigos y maestros; frente a mi hermana mayor. De mi primer visita a un hotel en la colonia Roma. Fuimos dos niñas traviesas jugando a amarse. A ser dos mujeres que se deseaban también con ternura: las flores --los tulipanes naranja que me comí--; sus cartas firmadas con el nombre de La Pantera Rosa; los muñecos de peluche --la vaquita y el conejo--; la muñeca pequeñísima que aún conservo. El labial fosforescente que intercambiamos para dibujarnos besos en la piel. Ella tenía 19; yo seis más. Y éramos entonces una sola mujer. No había día, más bien, noche que no la pasáramos juntas. Me asombraba su apego afectivo. Era muy difícil concebir que una mujer atractiva no tuviera pretendientes. Los tenía. Solían aparecer hombres maduros a su espera, pero al final, ella siempre se marchaba conmigo. Le gustaba ir al Centro, recorríamos las calles estrechas tomadas de la mano. Visitábamos con frecuencia el Palacio de Bellas Artes; le atraían los edificios antiguos. La Catedral ejercía una atracción particular; ofrendaba pequeños milagros de oro. La vi llorar un par de veces frente a imágenes religiosas. Leíamos a San Juan De la Cruz. Sin embargo, el llanto que más me conmovió, fue el de una mañana, después de una discusión, ella salió corriendo de la sala de conciertos. Por segundos desapareció. Abrazaba un árbol. Lloraba. ¡Ah!, Marcela, ¡cuánto amor hubo entre nosotras!
¿Cuándo terminó esta historia de tres meses? Dos años después. Dos años después de sus ires y venires. De su incursión definitiva en el mundo nocturno. En el tabladance. En los prostíbulos. Fue entonces cuando me convertí en su confidente. Iba y venía. Fugaz. Un día de tantos regresó. Se había operado la nariz. Era otra. Y aún poseía una perturbadora belleza: sus cabellos rizados cayendo sobre su rostro. Su mirada profunda y retadora. Me propuso vivir con ella. No lo hice. Se fue. Regresó otra vez (siempre regresaba); esta ocasión fue para invitarme a su boda. Tampoco asistí. Se casó con un hombre joven y apuesto; un hombre al conoció en Libido. Tienen un hijo. ¿Es feliz? No lo sé. Supongo que sí. No la he visto desde hace seis años. He hablado un par de veces con ella y con su pequeño Gamael. ¿Por qué escribo esto? Porque su vida y la mía fueron Una. Porque la incertidumbre de ayer, es certidumbre de hoy. Hubo momentos en los que creí que ella nunca se iría. Y no era amor. Hubo otros, en los que no me miraba con ella; aunque era fascinante la seducción; no la del cuerpo sino la de su inteligencia. La manera en cómo se complicaba la vida. Y la astucia con la que resolvía cualquier problema. Era la Lolita de Nabokov; era la Violeta de Xavier Velasco; era la Lola de Ernesto Alcocer. Fue también mi primer personaje Marcela, en Invento que te invento. Mis primeros cuentos que participaron en un concurso y ganaron su publicación. Ella nunca supo de estas historias publicadas aún cuando estuvieron circulando de mano en mano por la facultad. Todos sabían que Marcela no era un ser de ficción y eso la hizo más atractiva. Ya para entonces, ella aparecía o desaparecía con la fugacidad característica de los años luz. De los años en donde nuestra juventud fue abismo y caída.
--sbc

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