Bueno, sí, tengo muchos años trabajando en el edificio principal del Centro Cultural Universitario. Cuando me refiero al principal, digo, son las oficinas generales. El Coordinador y todo su equipo. Administraciones van y vienen. Y yo sigo aquí. Sí. Esta ya es mi casa. Alguien dijo que había trasladado mi habitación a la oficina. Y sí tienen razón. Sería muy difícil hacer un recuento de cada una de las oficinas que han sido invariablemente mi habitación. Desde las amplias oficinas de la dirección con su sala de juntas y terreza, donde celebrábamos todos cumpleaños y grandes comilonas. También trabajo. Recuerdo que en más de dos ocasiones me tocó contestar el teléfono interno. "Difusión Cultural" contesté. Y una voz preguntó confusa: "No es la oficina de Gonzalo". "Sí, sólo que él no se encuentra". "Dígale que el Rector le marcó". Y sólo eso bastaba para mover cielo y tierra y encontrar a quien fuera. El trabajo en la dirección tenía sus privilegios pero también su contraparte: la esclavitud. Tal vez una exageración. Lo cierto, es que no, no volvería a trabajar en ninguna oficina dictatorial, es decir, a esos niveles, donde la vida de cualquier mortal, es menos que nada. Luego, conforme las administraciones se fueron o llegaron hubo acomodos. Muchos. En el organigrama. En realidad, la administraciones siguientes buscaron ingresar a sus equipos. Poco a poco, los que ya estaban, desaparecieron. Apenas un puñado de amigas.
Y entre ellas, T que me consiente, soy como su hermana, su cómplice. ¡Dios! cuántas situaciones hemos vivido juntas. Pues T dice que ya tengo acá mi habitación completa. Y creo que tiene razón. Me gusta apropiarme del espacio. Significarlo.
Y afuera también, hubo una época: las grandes comilonas. Mis amigas preparaban los platillos, yo creo que competían entre ellas, yo no cocinaba ni cocino. Llevaba mi hambre y mi capacidad de asombro. El sabor de cada platillo. Los jugos. Las ensaladas. El vino. Todo en un sitio escondido. A un costado del andador. Entre la vegetación. Sólo mujeres. Al final de la comida, nuestros cuerpos reposaban los alimentos. Eso era placer.
Como también lo era leerles poemas. Hubo otra época, en donde una de ellas me solicitaba leerle versos. A veces, las dos horas de la comida transcurrían en la lectura de El manto y la corona de Rubén Bonífaz Nuño. Mar de Fondo de Francisco Hernández.
Bueno, los tiempos cambiaron, ya nadie me invita a comer o leerles poemas. Y entonces me quedo acá, en el interior de mi habitación-oficina. Escribo en este blog. Leo. Leo. Leo. Pero, a eso de las tres de la tarde cuando todos van de salida, cierro la puerta. Me olvido del Mundo. Y exploro otros... lo gracioso de todo, es que ayer me dolía la cabeza y no cerré la puerta y no hubo música. Sólo silencio. Entonces alguien se asomó a mi habitación-oficina y me dijo: ¿por qué nos has castigado? Queremos escuchar esa música tuya.
--sbc
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